En este momento vamos a transportar nuestro pensamiento a una escena de un proceso judicial de infinita gravedad y de ilimitada trascendencia, que según las Sagradas Escrituras está ventilándose en estos momentos para juzgar la conducta humana. Es un proceso que según la Biblia, muestra la sesión en las altas cortes del cielo, donde el Supremo Juez de toda la tierra debe pronunciar una sentencia inapelable, que entraña la felicidad y la vida eterna, en un caso, o la anulación total de la mismas, en otro.

San Pablo se refiere a este solemne hecho del juicio por el cual ha de pasar cada ser humano, y explica que en él todos daremos cuenta de la manera en que hemos aprovechado la oportunidad que Dios nos confirió al darnos la vida. Al respecto declara el apóstol: "Es necesario que todos comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo” (2 Corintios 5:10).
En el capítulo 7 del libro de Daniel en su profecía relativa a las 4 bestias simbólicas, representativas de los 4 imperios universales, el profeta observó la escena pavorosa del juicio investigador la cual describió en estos términos: "Estuve mirando hasta que fueron puestos tronos, y se sentó un Anciano de días, cuyo vestido era blanco como la nieve, y el pelo de su cabeza como lana limpia; su trono llama de fuego ardiente.
Un río de fuego procedía y salía de delante de él; el Juez se sentó y los libros fueron abiertos” (Daniel 7:8-10). ¿Cuándo comenzó este juicio y qué posibilidad tiene cada ser humano de ser absuelto de sus culpas y errores cuando su nombre pase en revista? Queremos demostrar en este estudio que la profecía de los 2.300 días, que comenzamos a tratar en el estudio anterior, señala el año del comienzo de este solemne proceso judicial. Recordemos que cuando uno de los personajes celestiales preguntó hasta cuándo duraría la obra del cuerno pequeño (Roma en su fase religioso - político), se le respondió: "Hasta dos mil y trescientos días... y el santuario será purificado” (Daniel 8:14).
La expresión "el santuario será purificado" entraña una obra de juicio, y como los 2.300 años finalizan en 1844 como lo vimos en el estudio anterior, a partir de esa fecha viene produciéndose en las cortes del cielo el juicio investigador, el proceso más espectacular de los siglos, el de más profundas consecuencias para cada uno de nosotros, siendo que de su fallo inapelable depende el eterno destino de todo ser humano.
Entendiendo la Obra del Santuario





¿Qué es este santuario al cuál alude la profecía?
El santuario era un edificio que Dios había ordenado construir a Moisés según las especificaciones, para que sirviera como centro de culto. "Y harán un santuario para mí y habitaré en medio de ellos" (Éxodo 25:8), lo dijo.
Era al principio un tabernáculo hecho de madera, ricos cortinados y metales, que más tarde fue reemplazado por el suntuoso templo de Jerusalén. Sobre el santuario se proyectaba la cruz del Calvario. Sus diferentes partes, muebles y utensilios así como las ceremonias que se realizaban en el mismo, constituían la representación concreta y objetiva de importantes verdades espirituales relativas a la salvación, y todas ellas a la obra y la misión de Jesús como salvador del pecado, intercesor y abogado del hombre.
Ese santuario o tabernáculo terrenal, cuyas partes y ceremonias eran según San Pablo "figura y sombra de las cosas celestiales", fue construido "conforme al modelo" que se le había mostrado a Moisés en el monte (Éxodo 25:40; Hebreos 8:5), pues era una pobre copia "del santuario y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre" (Hebreos 8:2), es decir, el del cielo. Constaba de dos compartimentos: el primero denominado "lugar santo", y el segundo, más interno, al que se llamaba "lugar santísimo".
Ambas divisiones se hallaban separadas por un regio cortinado, y todo el edificio estaba rodeado por un extenso patio o atrio exterior. El simbolismo espiritual de cada detalle del santuario resulta del mayor interés para nosotros, porque apunta al plan de salvación diseñado por Dios para rescatar al hombre de su actual condición y brindarle la vida y la felicidad eternas.
En el atrio exterior, frente a la puerta, se hallaba en primer lugar el altar en que se quemaban los sacrificios animales. Un poco más adelante y siempre en el atrio en línea con el altar de los holocaustos, había una fuente con agua en que los sacerdotes hacían las limpiezas rituales antes de oficiar. Estos actos representaban la pureza espiritual exigida por Dios de los hombres que actuaban como intercesores entre él y su pueblo.
Hacia la izquierda vemos un candelero de oro con siete lámparas que ardían permanentemente, las cuales simbolizaban la plenitud del Espíritu, representante del Padre y del Hijo. Hacia el fondo del lugar santo, se halla el altar del incienso, sobre el cual se quemaba de mañana y de tarde el perfume. El humo del mismo, cual agradable ofrenda, ascendía juntamente con las oraciones del pueblo como símbolo de los méritos y la gracia de Cristo, en virtud de los cuales son escuchadas las plegarias humanas.
En el lugar santísimo, o sea, el segundo aposento del tabernáculo había un solo mueble y éste era el "arca del pacto", cofre de madera ricamente labrado, con una tapa llamada "propiciatorio". Había también dos querubines de oro sobre la misma, que miraban con reverencia hacia el interior del arca.
Dentro del cofre se habían colocado las dos tablas de piedra, sobre las cuales se hallaban escritos los Diez Mandamientos, o sea la ley de Dios, la cual contiene los supremos principios que rigen las relaciones del hombre con Dios y con sus semejantes. Esa ley de Dios, base de la justicia y del juicio, es la que condena a la muerte a los hijos de Adán por haberla violado. Pero por encima de ella estaba el propiciatorio, símbolo del trono de Dios. Allí se manifestaba la presencia visible del Creador, mediante una luz resplandeciente llamado “shekina”.
Desde ese lugar merced al sacrificio de Jesús era otorgado el perdón del pecado. Así, en el plan de la salvación, se hermana la justicia de Dios representada por la ley con la misericordia y el amor divinos manifestados en el perdón otorgados con base en el sacrificio vicario de Cristo (Salmos 85:10). ¿Cómo se realizaban las ceremonias en el santuario?



Los significativos actos de la expiación


Los actos simbólicos, expiatorios por el pecado, eran sencillos, pero muy significativos. El pecador iba al atrio del templo llevando un animal de condiciones estipuladas, colocaba sobre él sus manos, confesaba sus culpas, y luego el mismo degollaba la víctima que era quemada por el sacerdote sobre el altar. El pecador debía recordar que así como era ofrecido aquel cordero u otro animal inocente, algún día daría su vida Cristo mismo para pagar la pena que le hubieran correspondido a él (Levítico 4:29;55). El sacerdote entonces tomaba un poco de la sangre del animal sacrificado y rociaba los cabos del altar con el perfume en el lugar santo (Levítico 4:16-18).

Por la fe que el culpable ejercía en el sacrificio del Mesías venidero, el "Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Juan 1:29), sus pecados le eran perdonados y resultaban transferidos, simbólicamente mediante la sangre rociada, al lugar santo del templo. Allí se iban acumulando todo el año las transgresiones del pueblo.

Además de estos sacrificios individuales los sacerdotes ofrecían holocaustos diarios de carácter colectivo, por la mañana y por la tarde. Por fin llegaba el día de la expiación, o día de la purificación del santuario, que era siempre el 10 del mes séptimo. En él se realizaba una solemne ceremonia anual (Levítico 16:5-22). Omitidos sus detalles por falta de espacio.
Pero el acto principal de esa ceremonia consistía en el sacrificio de un macho cabrío, también figura de Cristo, cuya sangre debía purificar el santuario manchado por los pecados acumulados durante todo el año. Esta ceremonia era realizada por el sumo sacerdote, quien entraba con la sangre de la víctima hasta el lugar santísimo, asperjándola sobre el propiciatorio, para satisfacer así las exigencias de la ley de Dios quebrantada por el pecador. De esta manera el santuario era purificado de todos los pecados que se habían ido acumulando a través del año. Para poder entender la profecía que estamos estudiando, hemos de tener bien presente que el día de la purificación del santuario, o sea, el día de expiación, implicaba una obra de juicio.
En esa oportunidad, los hijos de Israel, congregados frente al santuario, afligían sinceramente sus almas mientras sus oraciones ascendían a Dios junto con el sahumerio del altar, y trataban de hacer un profundo examen de conciencia, para cubrir cualquier pecado que hubiera quedado sin confesar, puesto que entonces se efectuaba la expiación de todas las transgresiones del año. "Ningún trabajo haréis en este día; porque toda persona que no se afligiere en este mismo día, será cortada de su pueblo” (Levítico 23:28-29).
Tal era la sentencia para el que no se arrepentía en una ocasión tan decisiva. En otras palabras, era un día de examen personal del corazón y de juicio del pueblo. Esa ocasión anual, así como todos los demás actos realizados en el santuario, era simbólica. Representaba nada más ni nada menos que el juicio investigador al cual nos referimos al comienzo de este estudio, un juicio que, de acuerdo con otros pasajes de las Escrituras, debía efectuarse en las cortes del tribunal divino, para determinar la suerte eterna de los que han confesado pertenecer al pueblo de Dios, desde los mismos comienzos de la historia humana.


La época de un juicio solemne


La profecía de los 2.300 días afirma que al fin de ese período, es decir en 1844 el santuario sería purificado. El santuario no podía ser el de la tierra por dos razones:

1. En 1844 ya no existía ese santuario.
2. Las ceremonias que se practicaban en dicho santuario ya habían sido abolidas por Cristo a partir de su muerte. Debía ser pues el santuario verdadero del cielo, del cual el de la tierra sería sólo una pobre copia (Hebreos 8:1,2,5).
Así como en los servicios del templo terrenal la purificación del santuario implicaba una obra solemne de juicio, hablar de la purificación del santuario celestial implicaba referirse a la época del juicio investigador. En otras palabras, según esta admirable profecía, a partir de 1844, comenzó en los atrios celestiales el mayor proceso de toda la historia, el juicio investigador, cuya escena fue observada por el profeta Daniel (Daniel 7:9-10). Fundamentada en el estudio anterior la certidumbre matemática de esa gran profecía, en el cumplimiento pasmoso y preciso de los 5 sucesos históricos oportunamente mencionados, tenemos la garantía de que el acontecimiento que constituye la culminación de la época del juicio, aunque invisible a los ojos humanos, es igualmente verídico y constituye una gran realidad que el mundo debe confrontar, y por lo tanto, debe también conocer.



Una obra de intercesión insustituible


En los juicios terrenos el acusador siempre acude representado por un abogado que conoce las reglas procesales, y que defiende el caso ante el tribunal. Lo propio ocurre en este juicio, el más importante de la historia. Al estudiar los diferentes servicios del templo, así como al considerar los elementos empleados en las ceremonias, surge siempre la noble figura de Cristo, el Hijo de Dios.
Todo sacrificio y toda víctima ofrecidos eran sólo un símbolo del Salvador, la verdadera víctima que murió por el rescate de la humanidad. Además los sacerdotes que oficiaban actuando como intercesores entre Dios y el hombre, representaban también a Cristo aunque muy imperfectamente.
En efecto, Jesús es nuestro gran sacerdote, nuestro sumo pontífice y nuestro abogado, el único que merced a su carácter divino y a los méritos de su sangre vertida es capaz de interceder con eficiencia por nosotros ante Dios. Ésta es la enseñanza de la Biblia, que dice: "Teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión" (Hebreos 4:14).
Convencido de esta verdad Pablo exhorta: "Por lo tanto hermanos santos participantes del llamamiento celestial, considerad al apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión, Cristo Jesús" (Hebreos 3:1). Y recalca: Ahora bien, el punto principal de lo que venimos diciendo es que tenemos tal sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la majestad en los cielos, ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre” (Hebreos 8:2).
A diferencia de los abogados terrenales, que exigen el pago de honorarios, este abogado divino, que en el juicio celestial intercede por nosotros y nos defiende presentando los méritos de su propia sangre derramada, nos recibe gratuitamente. Además existen dos cualidades que convierten a Jesús en el sumo sacerdote ideal. La primera es que fue tentado en todo punto como nosotros y por lo tanto, puede simpatizar con nuestras flaquezas y dolores (Hebreos 4:15).
La segunda cualidad es que se mantuvo perfecto, sin pecado, sin mancha (Hebreos 4:15). Siendo que como lo declara San Pedro "en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres en que podamos ser salvos", y con base en las dos cualidades de este único intercesor, el apóstol nos extiende esta invitación: "Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:16). La aceptación que hagamos por la fe del sacrificio de Jesús, y nuestra disposición a entregarle nuestra vida, a andar en sus pisadas y a cumplir su voluntad, nos garantizan, gracias al amor de Dios, que el fallo nos resulte favorable, y sean borrados nuestros pecados por la sangre de Cristo.


Nuestro justo juez

El juicio investigador es presidido por el gran Juez de toda la tierra, el Creador del universo, "el Anciano de días" como lo describe Daniel (Daniel 7:13). Sin embargo, existe un hecho que nos resulta muy consolador. Dios que es en última instancia el Juez supremo de todos, no nos juzga personalmente, sino que ha delegado esa función precisamente en el Hijo, Jesucristo.
El apóstol San Juan lo explica en estas palabras: "El Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo" (Juan 5:22). La razón por la cual este hecho resulta particularmente reconfortante, la explica el mismo apóstol al decir: "Y también (Dios) le dio autoridad de hacer juicio (a Cristo), por cuanto es el Hijo del Hombre" (Juan 5:27).
En otras palabras, gracias al hecho de que Jesús nació y vivió como hombre, y conoce por experiencia todas las debilidades humanas fue constituido por Dios no sólo como abogado que defiende al hombre en el proceso judicial del cielo, y como el sumo pontífice que intercede por los hijos de Adán, sino también como el juez que decide en definitiva lo que corresponde a cada criatura humana. Por eso San Pedro declara que "él (Cristo) es el que Dios ha puesto por juez de vivos y muertos" (Hechos 10:42).
Pero este juicio investigador que estamos estudiando, que se desarrolla en el cielo en este tiempo del fin no debe confundirse con otro tipo de juicio que se verificará después de la segunda venida de Cristo. Este juicio que consideramos ahora, el investigador, abarca los casos de los eres humanos que en vida profesaron ser leales a Dios, los miembros de su pueblo, los que hicieron profesión de cristianismo. Los que nunca han pretendido seguir las normas divinas, los que han estado en franca rebelión contra los preceptos morales, serán juzgados por el Señor Jesús y los redimidos durante un período de mil años, posterior a la segunda venida de Cristo (Apocalipsis 20:4; 1 Corintios 6:1-3).

Cómo salir absueltos en el juicio

Nuestra actitud para confrontar con éxito la hora del juicio, no consiste en tener un registro perfecto, exento de pecados, ofensas o delitos. En ese caso ninguno podría resultar airoso, porque todos los hombres han pecado. Nuestra seguridad radica en que poseamos la convicción de que necesitamos a Cristo, y en que a semejanza del pecador de antaño, que confesaba sus pecados sobre la cabeza del animal sacrificado, hagamos nuestra confesión a Dios y recibamos el perdón divino que se obtiene por el arrepentimiento y la confesión.

Así borrado el registro de nuestras transgresiones, y restaurados a la armonía con Dios nos disponemos a seguir en las pisadas del Maestro. Por otra parte existe un código por el cual procede el juez del cielo en este juicio. Es un código perfecto, inviolable, eterno. Se trata de la santa ley de Dios, los Diez Mandamientos, que constituyen el fundamento mismo del gobierno divino que es perfecto, también lo es su ley.
Es cierto que el perdón del pecado y la salvación se reciben por gracia sobre la base del sacrificio de Cristo, y por la fe en él lo cual da derecho al cielo. Pero también es cierto que el plan del cielo es que el hombre perdonado ponga toda su voluntad bajo la voluntad de Dios, para adecuar su conducta por el poder divino, a la ley divina. Nadie que a sabiendas, voluntariamente y reiteradamente, viole algunos de los mandamientos de la ley de Dios, se hallará en condición de ser aceptado en el reino de los cielos.

Conclusión
La extraordinaria importancia de la hora que vivimos radica en que desde 1844, se halla en curso el juicio celestial, que puede terminar en cualquier momento. Pero la conclusión de este proceso está revestida de la máxima gravedad para la especie humana, por las incalculables consecuencias que trae aparejadas. Desde 1844, los nombres de todos los profesos hijos de Dios, muertos en el transcurso de los siglos, han estado pasando en revista ante el excelso tribunal divino. A la finalización del juicio de los muertos, habría de comenzar el de los vivos. Y una vez que esta fase finalice habrá pasado para siempre la oportunidad de que los seres humanos puedan lograr el perdón de sus pecados.

Lo mismo ocurrió en el simbólico ritual judaico: después de pasado el día de la expiación, la persona que no hubiera afligido su alma ni confesado todas sus faltas era "cortada de su pueblo". El fin de la época del juicio celestial significará la terminación de lo que se llama el "tiempo de gracia", época concedida por Dios a los hombres para que busquen su salvación por medio de Cristo.

Entonces, desde el cielo se pronunciará el tremendo decreto que leemos en Apocalipsis 22:11 : "El que es injusto, sea injusto todavía; y el que es justo practique la justicia todavía y el que es santo santifíquese todavía". Es decir que cada uno continúe en la condición en que está. Es indudable que este hecho reviste una gravedad extraordinaria, y hace que el problema se desplace del ámbito de lo general y colectivo, hacia lo personal, individual, donde se plantean y se resuelven los grandes problemas de la vida.
La preparación por lo tanto, debe ser eminentemente personal. La terminación del tiempo de gracia ocurrirá sin ninguna manifestación exterior o visible del poder divino, de manera totalmente inadvertida. La vida seguirá su mismo rumbo.
El Señor Jesús dice: "He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra" (Apocalipsis 22:12). "Si no velas vendré a ti como ladrón, y no sabrás a qué hora vendré a ti" (Apocalipsis 3:3). Vivimos pues todavía el momento de la oportunidad. Mientras el juicio continúa podemos ocuparnos de nuestra salvación. Todavía es tiempo para tomar las providencias divinas que nos conducen a la preparación espiritual.
No nos desalienten los fracasos pasados. Todavía podemos responder a la voz de Dios, confesar ante nuestro Padre celestial nuestros pecados, pedirle perdón y recibirlo, conformar nuestra vida con la voluntad divina, vivir de acuerdo con sus mandamientos y deshacernos de cualquier cosa que nos aparte de Dios a fin de hallarnos listos para el encuentro con Cristo. Tú lo decides. Tomar el tiempo que te conduce a un porvenir glorioso que Dios reserva a todos sus hijos fieles, será la inversión.

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